Foucault se pregunta en ¿Es inútil sublevarse? cómo un pueblo entero grita, cual copista medieval que se rehúsa a continuar transcribiendo, usque hunc, “¡hasta acá!”, y se arroja de cara al poder que estima injusto, a riesgo de muerte contra la certeza de la obediencia. ¿Cuál es el valor de la protesta social, cuyo déficit adopta la forma de categorías comerciales heterocapitalísticas, amalgama la queja infantilizada, la dependencia berreante o el reclamo caprichoso propio de la cesión del poder de quienes creen en el dios Estado? No es posible hablar de la protesta, sino de protestas singulares cuyos efectos -imperceptibles e inmensurables- vibran como chance de darle forma a lo que hostiliza todo lo vital. Cómos que cuestionan el autoritarismo y los microfascismos del show de la política de lo aceptable, que entrega una imagen reconciliada del acatamiento, la obediencia, lo lícito, lo legal, lo debido, el respeto, el avance, el progreso, el bien.
¿Cuántas veces ya explicó esto mismo? ¿Acaso alguien lee? ¿Acaso alguien entiende?
El hecho de que protestar sea un derecho, que la participación política no sea mucho más que elegir entre saqueo o sequía, incendio o inundación, tsunami o terremoto: que los negocios de la política pongan a disposición de sus consumidores de bienes políticos un libro de quejas, habla volúmenes de lo que Kaczinsky llamó El truco más ingenioso del sistema: reciclar el excedente angustioso e impulsivo de sublevarse, creado por este sistema, y ofrecer una canalización productiva y funcional del bien, dispuesta en la góndola de los deseos de rebeldía en el supermercado del activismo. Ser antiyuta y antifascista, pero decirle “bozal” al mejor método de profilaxis para no ir por ahí matando gente inmunosuprimida. ¿Al “forro” como le dicen? ¿Precintos?
Sin embargo, protestar cada vez que alguien impide una detención; cada vez que asiste en la interrupción de un proceso biológico penado por ley; cada vez que contesta una hegemonía y vincula los cuerpos que la sociedad aísla como parte de su ingeniería social de buena conciencia, expresada en máximas atávicas del tipo “hacer lo correcto”, “aportar el granito de arena” y demás formas aberrantes del artivismo intelectualoide, doxográfico, carente de talento, para sublevarse o distinguirse.
Entonces, sí, otra vez, huelga humana. Insistir en huir de las soberanías sometidas en cuyo corazón habita ansioso el sujeto, en su sentido anfibológico, de las democracias excesivamente pacíficas y cívicas. Protesta como la capacidad de presentificar la complicidad del oprimido que dota de fuerza al opresor; o género literario donde se conoce, como Eugene Debbs, que mientras haya un elemento criminal se deberá estar hecho de él. Sin causas justas o injustas, solo momentos de desagregamiento de la mitología imperial del progreso, que deben arrebatarse, aunque se sepa que el oprimido está hecho, al decir de Cioran, de la misma carne de sus opresores. Nacer ese agravio a la vida. Ese inconveniente. Si, Osvaldo, tenés razón: el saber es siempre perverso y violento. ¿Está vez por qué lloran? ¿Por qué recorte presupuestario?
El viento bate los olmos. Son plaga. La razón abandonó para siempre el chat. Hablar sabiendo que se debería callar, como dijo Alejandra, en trance.