El intransigente
El día que Soda Stereo hizo su multitudinario recital gratuito en el Obelisco, mis padres me prohibieron ir, porque se realizaba en la pretenciosa casa familia una cena donde estaba invitado el mítico Juan José Sebreli; para la quinceañera de pelos como helecho alla Robert Smith, un ignoto absoluto que no merecía tal prohibición. Sebreli vino, esmirriado y lúgubre como un Bartleby, y no solo mencionó lo anacrónico de mi look (dado que él bien sabía lo que había sido vanguardia y ya a esa altura era tan solo una moda pasada), sino también antes de llegar al postre ya le había recordado a todos los comensales quién había tenido qué parte en el asunto del 74 al 76; y se fue mientras el resto escupía la comida atragantada.
Aprendí, entonces, a no callarme más la boca, a no decir lo que de mí se espera, a pagar los costos de mis principios y a no intentar quedar bien por nostalgia, convivencia o conveniencia. Más tarde, también de él aprendí a ser un puto de biblioteca más que de discoteca, a estar más allá de las modas, del bien y del mal, y a defender mis propias ideas, sean cuales fueran. Junto a Lamborghini, Viñas y su amado-odiado Perlongher, con Sebreli muere la estirpe argentina de los intransigentes contestatarios que jamás fueron silenciados aunque no se los haya oído bien, no se los haya dejado hablar, o no se los haya entendido. Y si bien me produce una suerte de congoja que sus mayores defensores o lectores sean gente con la no me sentaría a la mesa (que están en el grupo de los que no lo han entendido del todo), Juanjo nos hereda el esforzado oficio contra el progrerío, la hipogresía, y la demagogia: ser contra el tirano prófugo siempre se pagará caro en un país que no solo que cree en los partidos, a esta altura del glifosato, sino que sostiene que puede haber un movimiento de izquierda dentro partido de derecha (luego vemos si es interseccional u old school).
Treinta años después no se acordaba ya de ese olvidable episodio en la casa de mis progenitores, que no tuvo la menor importancia excepto para la adulta que soy hoy.
Dicen que todos los jueves en una mesa de la Biela, ronda su fantasma y, mientras se toma un café, ausculta a los apáticos y anodinos habitantes de una Buenos Aires que ya no existe, quien supo ser una de las madres fundadoras del Frente de Liberación Homosexual en la siempre ingrata Argentina con sus mayores pensadores y pensadoras.